Fue Raúl Martín —el director de la obra— quien me la presentó. Me advirtió que era “lo más grande”. Pero como Raulito padece de una generosidad casi patológica, preferí esperar a convencerme por mí mismo. Esa misma noche la vi actuar, cantar, bailar, manotear…
Ni su extraordinaria naturalidad ni su desconcertante humildad lograron camuflar el genio que había dentro de ella. Cuando aquella muchacha tan menuda salió al escenario de Casa de Teatro, todo se llenó con la luz de sus gestos.
En fracciones de segundo lograba, según la circunstancias que su cuerpo y su voz establecían, que lloráramos o riéramos. Al final, cuando ya celebrábamos la gran función, tuve la suerte de disfrutar de su exorbitante cubanía.
Luego supe de todas las precariedades que tenía que superar para mantenerse actuando. Me contaron su persistencia y de sus osadías, de cómo una cotidianidad paupérrima no le quitaban el sueño (su sueño) ni la voluntad.
Ayer supe que había ganado la Concha de Plata a la mejor actriz en el Festival de Cine de San Sebastián, por su actuación en El rey de La Habana (Agustí Villaronga, 2015). Busqué en todos los medios cubanos con la certeza de que ya le habría hecho entrevistas o al menos ya tendrían una reacción suya. Pero fue en vano.
Yordanka Ariosa sigue siendo la diva que Cuba ignora. Debe ser porque su arte pertenece al futuro y no a ese pasado que se resiste a permitir que tengamos presente. Me llena de orgullo que esa cara de asombro nos haga dichosos a todos.
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