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José Ángel Domínguez Calatayud / Actualizado 11 febrero 2017 |
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fjrigjwwe9r1_articulos:cuerpo La lectura del artículo de The New Yorker me ha llevado a preguntarme por la relación entre política y golf. Más concretamente entre presidentes de los Estados Unidos de América y el golf.
Se cree – afirma Owen en el citado artículo - que “los presidentes necesitan especialmente tener acceso a formas de recreación que ofrezcan refugio temporal frente a las presiones extraordinarias de la oficina, y el golf es sin duda una de ellas”.
Esto en España se entiende menos; en nuestra patria, como en el Partido Demócrata hasta Bill Clinton, se piensa que el golf es algo elitista (lo cuál es cierto) y que por ello lo hace odioso a ojos de los ciudadanos (lo cuál es falso por demagógico).
A los ciudadanos nos gustan los políticos que se ocupan con honestidad, rigor y competencia de mejorar las condiciones de vida sin arrebatarnos por ello derechos individuales y familiares. Las élites son necesarias y apreciadas cuando no son vacuas ni miserables, cuando se muestran admirables y dignas de emulación.
Por ello, y volviendo a los presidentes americanos, los 330 partidos que jugó Barak Obama en su dos mandatos no rebajaron su popularidad. Por ello Ike Eisenhower, que llegó a jugar 800 partidos en los ocho años presidenciales, pudo construir y mantener un putting green en la Casa Blanca, y dejar marcas de los clavos de sus zapatos de golf en la moqueta del Despacho Oval sin perder un centavo de su crédito político.
Por ello, en fin, la sociedad americana – y con ella Gary Van Sickle – otorgaba a Georges Bush un amplio margen “de confianza pues renunció al golf mientras permanecía encendida la guerra en Oriente Medio. Él pensó que le daba mala imagen estar jugando al golf cuando nuestro ejercito estaba en el extranjero”.
Tras el partido de golf de Trump de hace cinco años Owen escribió su artículo. El actual inquilino del 1600 Pennsylvania Avenue le llamó bastante contrariado por algunos detalles, no tanto de la ilustración (una pelota de golf con flequillo anaranjado), como de alguna parte del texto que lo mostraba con rasgos de paleto.
Aunque lo que más disgustó al empresario – hoy presidente – con el periodista fue que no dijera que en el recorrido que habían jugado después del almuerzo, había hecho sólo 71 golpes.
Al decir del escritor era difícil afirmar que ese fuese el resultado de Trump sin faltar a la realidad objetiva de lo acontecido en los 18 hoyos, teniendo en cuenta además que en el curso del juego se había tomado algunas libertades que, por ejemplo, Ben Hogan nunca se hubiera tomado.
La tentación de la irregularidad y la manga ancha con las reglas, en el golf como en la vida, no es algo ajeno a nadie, tampoco a este hoy presidente, hándicap 2,8 y propietario de 17 campos de Golf en Escocia, Irlanda y Estados Unidos.
Esta consideración lleva a David Owen a concluir su artículo con una visión de cautela: “sospecho que en la mente del propio Trump, él consiguió 71 golpes ese día, si no 69, por ahora. El mundo de Trump es un universo paralelo en el que la verdad tiene muchas formas, ninguna de las cuales se basa necesariamente en la realidad. Y todos haríamos mejor en acostumbrarnos a su forma de pensar, ya que para los próximos cuatro años vamos a estar viviendo también en ese universo”.
Quizás en un ambiente de engorde de la golfería, extensión del disimulo y entronización del mal gusto la verdad esté para algunos sobrevalorada. Pero la naturaleza de las cosas se toma su venganza. Si uno no es veraz en el noble juego del golf, es muy probable que le cueste ser un caballero en la política.
Con los antecedentes descritos ironiza el propio autor: “De hecho, si Trump pudiera se persuadido de pasar toda su presidencia jugando al golf, todos estaríamos mejor”.
La comunicación, la política y el golf – y no necesariamente por este orden – son mundos maravillosos cuando sus protagonistas se atienen a la austera realidad, dejando los “universos paralelos” para los creativos literarios y los guionistas de ficción.
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