Muchas personas se acercan al golf en la juventud, o incluso en la madurez de su vida, para disfrutar. Puede llamarles la atención la elegancia del material, el estilo de la indumentaria o el esplendor de la Naturaleza en que se sumerge el jugador: todo en el golf invita a disfrutar. Luego, la armonía y belleza de su práctica aeróbica que hincha los pulmones, acompasa el ritmo cardiaco y esponja el espíritu hace el resto. El golfista acaba siendo, en general un hombre feliz en un mundo feliz, deseando pasar buenos ratos con los compañeros de armas, bueno, de palos.
Ese deseo de golf crece con la práctica. Del mismo modo que los workaholics – exótica especie adicta que cree que caerá en extinción fuera de la oficina – existen los golfadicts, esa gente que cada día de la semana piensa en el partido del sábado y que suspira por unas semanas de vacaciones a orillas de un fairway.
Hay muchos modos de curar el ansia desmesurada de golf, como, por ejemplo, jugar un mes seguido con mi tía Alicia y alguna de sus amigas de hándicap 36 crónico. Cualquier golfista, recordando semejante tortura, llega a sufrir lesiones neurológicas irreversibles o, en los casos más benignos, tal golfobia que su curación necesita de un costoso tratamiento a base de buenos clubs, beautiful people, entrenador personal y algunas dosis bien administradas de champán francés.
Pero la USGA está perfeccionando sus propio método para quitar de en medio a cantidades ingentes de profesionales y, quizás, de amateurs. Me refiero al ensayo clínico, ejecutado directamente en especie humana y sin antídoto, consistente en hacerlos jugar en lugares especialmente dispuestos para hacer imposible la práctica del golf.
Para ello en el U.S. Open Championship 2014 han citado al personal – los mejores del mundo – en Pinehurst Nº 2. Hasta ahí todo normal: se trata de una afamado campo de Estados Unidos. Lo anormal ha sido la preparación demoníaca del recorrido en sus tres primeras jornadas. Me explico.
El Golf, no obstante sus incontables variables, tiene un cierto grado de previsibilidad. Es inusual que a un mal golpe le siga un buen resultado. El axioma jurídico “el que la hace la paga”, se cumple con rigor aplicando una justicia muy propia del Derecho Natural: la física aplicada al golf entiende poco de encuestas y correcciones políticas.
También, en el otro lado de la moneda hay algo de justicia: un buen swing suele dar como respuesta un resultado razonable. Siguiendo principios de la meritocracia, a mejor golf mejor resultado. Hay excepciones, claro, pero en general después de un buen swing en la dirección correcta con el palo adecuado la bola termina muy cerca de donde se pretendía. Eso es así y punto.
Eso es así y punto salvo cuando la USGA prepara un campo-trampa, Pinehurst Nº 2, para destruir la capacidad profesional, la paciencia de los mejores y la propia fiabilidad de los campeones.
Un dato: después de jugar sin viento ni otras inclemencias atmosféricas las tres primeras jornadas, 54 hoyos, sólo quedaban seis jugadores profesionales por debajo del par. Otro dato: ninguno de ellos había conseguido bajar del par todos los días.
Pero fuera de los fríos guarismo, sólo mirar aquel golf era de efecto devastador. La bola, pegada para ir desde la salida a la calle, rara vez terminaba en ella, prefiriendo reposar su redonda y sufrida existencia en areniscas, arbustos, hierbajos y matojos del perímetro. Salvo para un experimentado topógrafo, era materialmente imposible saber dónde empezaban los 111 bunkers y dónde el arenal agreste que los rodeaba.
Un approach de extraordinaria destreza y exactitud botaba junto a la bandera, pero la bola se resistía a detener su carrera en el green, prefiriendo alejarse varias yardas por cualquier escapatoria. Un corto putt de 4 pies era objeto de la injusticia y el mal trato: la bola rodaba y rodaba lejos del hoyo en eficaz maniobra de evasión. Parecía bueno cualquier expediente para hacer imposible el golf así preparado.
Un approach de extraordinaria destreza y exactitud botaba junto a la bandera, pero la bola se resistía a detener su carrera en el green, prefiriendo alejarse varias yardas por cualquier escapatoria. Un corto putt de 4 pies era objeto de la injusticia y el mal trato: la bola rodaba y rodaba lejos del hoyo en eficaz maniobra de evasión. Parecía bueno cualquier expediente para hacer imposible el golf así preparado.
Claro que hay puristas que alababan, incluso por televisión, el cruel trabajo de los culpables del desmán. Es un reto, afirmaban. Esto hace que se muestre lo mejor de los jugadores, insistían. Las dificultades hacen que emerja lo mejor de cada quien, sentenciaban. Con este tipo de opiniones lo que suelen salir a flote es el Cirque du Soleil o las dictaduras militaristas bolivarianas. Nada como el hambre para todos.
En fin, algo de razón deben tener porque en la última jornada, que comenzó con 5 golpes de diferencia de Martin Kaymer (-9) sobre los americanos Erik Compton y Rickie Fowler (-3), 6 sobre Henrik Stenson y Dustin Johnson (-2) y 7 sobre Brandt Snedeker (-1) acabó poniendo a los campeones en su sitio.