Como todos los años, él y sus colegas del Brentwood Golf Club celebraban una copa de Navidad después de un partido, cuando el tiempo la permitía. Esa mañana, también en eso, había sido fantástica: había ganado por dos golpes. Ahora, mientras en el repleto local apenas podía escucharse el Número 1 de las listas - Thinking out loud de Ed Sheeran – él también se puso a pensar en voz alta: “¿qué sentido tiene la vida?...si supiéramos que significa todo este ajetreo”, se dijo mirando las bolas de cristal, el abeto artificial del fondo y la risa blanca de una chica de la pandilla latina del fondo.
Cogió el abrigo y, para ponérselo, dejó sus gafas de astigmático sobre la barra. La calle tenía ese bullicio repleto de voces, bolsas y prisas tan propio de aquellas fechas. Amaba Londres en esos días.
Ya había andado decenas de metros cuando volvió a ponerse la gafas sobre la nariz. Y de pronto toda la visión cambió por completo. No supo, en un primer instante que ocurría, pero su propia piel se mudó en ese tipo escalofrío del niño que entra en la atracción soñada y le invade la certeza de que lo real es muy superior a lo soñado. Se quedó paralizado tropezando con algún transeúnte. Poco a poco se puso en movimiento y fue dándose cuenta de algunos detalles.
Por ejemplo percibió que aunque todo estaba igual la gente era muy diferente. La forma de las cosas permanecía invariable: taxis, edificios, escaparates, la cabina de teléfono tan londinense y los paquetes de regalos. Sí: las cosas tenían la dimensión y color habituales.
Pero no así la gente. Un halo de luz envolvía cada persona. ¿O era al revés y cada persona envolvía a su propia luz diferente? Todo se llenó de personas de colores. No era la misma luz en todos; de eso sí se dio cuenta. Los había con mayor tonalidad en un color o en otro. Y al rozarse o cuando pasaban muy cerca los unos de los otros parecían adoptar algo del color del otro.
Eran difíciles de clasificar, pero le pareció que en unos predominaba el azul, en otros el amarillo y en otros el rojo. Anduvo como entre nubes en dirección norte durante un cuarto de hora.
Frente a una tienda de libros, con cuentos infantiles en el escaparate, había una madre con su niño pequeño de la mano. Ella emitía un ligero resplandor rojo con algo de luz amarilla por las sienes. Pero Peter, ni con su mejor intuición de artista, podría haber dado una definición sobre el color del pequeño; de hecho no era capaz de expresar si era un color, eran varios o eran todos. Pero estando tan cerca de él, a sólo unos pasos, se emocionó como si todo lo que tiene algún valor y dignidad le penetrase por cada poro.
Peter no podía quitar los ojos de la escena entrañable, pero un peatón a su paso le tocó el abrigo dejando en su apresurada e indiferente marcha un rastro de frío algo más que físico. Se volvió a mirarlo alejarse y vio la nuca y la espalda de un ser sin color. No era gris, ni siquiera negro, sino con la falta de luz tan propia de un ejercicio de dibujo lineal, algo que helaba no porque despidiese frío, sino más bien porque no emitía nada, era como un agujero negro andante que en su órbita urbana robase toda vida, color y pasión.
Impotencia y angustia
Impotencia y angustia
Peter se quedó con ese grado de turbación próximo al pavor. Había otras chicas y chicos que pasaban también desprovistas de color, y a su paso la gente palidecía en su azul, amarillo o rojo: parecía que perdiesen parte de su luminosidad predominante. La turbación, ese miedo oscuro que entenebrece el corazón de Peter le ahogaba de pena, tristeza, impotencia y angustia con la visión de aquellos seres oscurecidos. Tuvo tiempo aún para regalar al niño aquel un libro con una estrella en la portada. Lo vio salir de la librería con una sonrisa, un cuento en una mano y el calor rojo de la mano de su madre en la otra.
En medio de Marylebone Street, se quito la gafas y todo volvió a ser como siempre: con la carga de luz tenue de la noche inglesa, con la gente del color de toda la vida. Se quedó mirando las gafas y se dio cuenta de que, aunque parecidas, aquellas no eran las suyas. En los recodos de su mente transitaba un vago recuerdo tan inaprensible como una pesadilla lejana. Algo le decía que había visto gente de colores primarios, pero era incapaz de recordar a nadie.
El enigmático caballero
El enigmático caballero
Se dio la vuelta hacia el Artesian en busca de sus gafas. Temía haberlas perdido o que alguien las hubiese pisado. Preguntó al barman. Miró cerca de la mesa que habían ocupado él y sus compañeros de golf. Se dio la vuelta y se agachó cerca de la barra. Nada. Al levantar la cabeza vio un rostro manso y amable sobre un traje bien cortado que le sonría con algo de divertida alegría en sus ojos claros.
.- ¿Esto es suyo?, señor – le preguntó el caballero mostrando su par de gafas.
.- ¡Oh! ¡Sí que son mías!: muchas gracias.
.- Se ve que al salir se llevó las mías de la barra – le dijo aquel caballero tomando sus gafas y devolviendo a Peter las suyas.
.- Así debió ser. Perdone por mi error – se disculpó Peter.
.- Bah! No hay nada que perdonar. En realidad no es inusual que a las personas les parezcan errores acciones que son aciertos – replicó enigmático el caballero del traje bien cortado.
.- De todos modos esas tienen unas lentes muy extrañas ¿no es así? – indagó Peter.
.- Según se mire, amigo. A mi me parecen inmejorables.
.- Bueno… la gente era de color azul, amarillo o rojo. O al menos así me lo parecía – insistió Peter.
.- No se lo parecía simplemente: eso es así.- Le dijo el caballero dirigiendo una mirada cálida a Peter – Si no tiene prisa tomamos un cóctel y le cuento algo. Yo tengo una eternidad… oficialmente me hospedo aquí mismo, en el Langham Hotel.
Los dos hombres se sentaron en uno de esos sofás purpura de aquel espacio de vanguardia diseñado por David Collins.
Entonces, el caballero le dibujó la estrecha línea que separa hechos y realidad. Y supo que aquel tipo de gafas las emplean caballeros como él, para distinguir las necesidades serias de unos y otros.
.- Pero, ¿qué colores son esos? Y, ¿por qué yo no lo veo normalmente? –interrogó Peter.
.- Empecemos por los colores: la plenitud sólo reside en el inocente. Esos colores expresan el dominio de la plenitud o la mayor presencia o ausencia de sus componentes: azul para la verdad; amarillo para la bondad y rojo para belleza.
.- Jajaja: yo nunca seré de color rojo – se rió Peter, consciente de sus limitaciones estéticas.
.- No ese tipo de belleza, sino la del corazón – respondió con simpatía el caballero del traje bien cortado -.
Y ahora vamos a la otra cuestión: cómo ver los colores sin estas gafas: los seres humanos no ven los colores esenciales porque se detienen en las impresiones superficiales: prefieren los datos a la verdad; el gesto educado a la bondad, y por no atreverse a la honda belleza se deslizan por la superficie de los sentidos. Amigo, ciertamente son los hechos los que no les dejan ver la realidad. Las gafas que se ha puesto le han abierto literalmente a usted los ojos.
Y ahora vamos a la otra cuestión: cómo ver los colores sin estas gafas: los seres humanos no ven los colores esenciales porque se detienen en las impresiones superficiales: prefieren los datos a la verdad; el gesto educado a la bondad, y por no atreverse a la honda belleza se deslizan por la superficie de los sentidos. Amigo, ciertamente son los hechos los que no les dejan ver la realidad. Las gafas que se ha puesto le han abierto literalmente a usted los ojos.
.- Y ¿esas mujeres y hombres sin color definido? – inquirió Peter.
Preso de las apariencias
Preso de las apariencias
Algo que podía ser un gesto de triste seriedad eclipsó por un momento la sonrisa del caballero.
.- ¡Eran los servidores del padre de la Tristeza! Usted vio a los invisibles: a los sembradores de mentiras, de maldad y de fealdad que enturbian las miradas: le rozó el mal, que existe y es personal. Pero su pregunta me obliga a hacerle una: usted, ¿qué va a hacer ahora que ya tiene este principio de sabiduría?
.- ¡Oh! Déjeme sus gafas y haré que todos sean bellos, buenos, veraces.
.- Estas gafas no le dan ese poder. En realidad, con ellas tendría entendimiento para saber cómo es cada quien, pero no voluntad para tan gran misión: frenarían su noble ímpetu el frío del mal y el agobio de la inmensa tarea.
.- Y ¿sin ellas? – insistió Peter.
.- Sin ellas no hay memoria para conocer quién necesita más veracidad, bondad o belleza. Estaría como ahora preso de las apariencias - le confirmó el caballero.
.- Entonces…
.- Entonces… entonces hay algo que está a su entero alcance: en vez de mirar como son los otros por dentro, ilumine su interior con el fuego de la verdad, con la brasa de la bondad y la calidad brisa de la belleza de su corazón. El roce de su propio calor luminoso hará el resto sin engordar feamente su ego. ¿No vio cómo al tocarse y al hablarse unos pasaban parte de su luz a los otros? Usted regaló un libro al esplendor de un niño vulnerable…
.- Sí. Pero no sé ni por donde empezar – musitó Peter.
.- Podría empezar por acercarse al Nido de paja donde nació toda inocencia y plenitud: mírelo con ojos de Navidad, de hermosa Navidad; sacrificada Navidad, auténtica Navidad.
.- Claro – concluyó para sí mismo Peter al ver salir por la puerta al caballero del traje bien cortado -: no a todos, pero, como el crío del escaparate, puedo trabajar mínimos colores eternos que iluminen a los que pasan tan cerca.