Las primeras eran: enseñar al que no sabe; dar buen consejo al que lo ha menester; corregir al que yerra; perdonar las injurias; consolar al triste; sufrir con paciencia los defectos del prójimo y rogar a Dios por los vivos y los muertos.
Las siete corporales eran visitar al enfermo; dar de comer al hambriento; dar de beber al sediento; dar posada al peregrino; vestir al desnudo; redimir al cautivo y enterrar a los muertos.
Cuando mi padre me tomaba la lección, le gustaba chincharme y mezclaba los conceptos de estas sanas actividades: “dar posada al que yerra”, o “dar de comer al triste”, o “visitar al sediento”.
Él, que siempre gozó de un envidiable sentido del humor, se reía a tope y me arrastraba a mí a la risa, pero me confundía tanto que un día recitándolas de corrido solté que la última obra corporal de misericordia era “enterrar a los vivos y a los muertos”. Todavía me parece oír aquella risa a carcajadas mientras, señalándome con su Chesterfield sin boquilla, me decía que yo era un criminal nato.
Él, que siempre gozó de un envidiable sentido del humor, se reía a tope y me arrastraba a mí a la risa, pero me confundía tanto que un día recitándolas de corrido solté que la última obra corporal de misericordia era “enterrar a los vivos y a los muertos”. Todavía me parece oír aquella risa a carcajadas mientras, señalándome con su Chesterfield sin boquilla, me decía que yo era un criminal nato.
Documentándome para esta entrada en el blog he podido constatar (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2447) que la lista anterior perdura plenamente en vigor, contra lo que pudiera desprenderse de una rápida lectura de la prensa o un fugaz visionado del telediario con la lista de atrocidades que cometemos los humanos.
Fuera de eso sólo he conocido dos ámbitos donde lo de dar consejo al que lo necesita esté vedado: el primero es la casa de mi tío Augusto y el segundo el Golf. Tío Augusto era especialmente competitivo, tanto que ni daba ni pedía consejo, ni permitía que se pidiera o recibiera en su casa. “Un hombre tiene que hacerse a sí mismo”, “pedir ayuda es de nenas” repetía a sus hijos, todos varones. Y mis pobres primos, se las veían y deseaban a la hora de repasar geografía o de recordar qué deberes había puesto el profesor de Lengua.
Tío Augusto murió pronto y en la ruina, pues poco recibe quien poco da. Mis primos hijos suyos han salido adelante, y el mayor, oh paradoja, es Consultor: es decir, trabaja dando consejos y se lo pasa de miedo. Cuando le pregunto en qué ocupa su tiempo un Consultor, sonríe desde su traje bien cortado por O’Kean, y me responde: “un Consultor es alguien que cuando le preguntas qué hora es, te toma la muñeca izquierda, se fija en tu reloj y te dice la hora, operación por la que te cobra una pasta”.
Me río de la gracia, porque sé que él ha salvado de la quiebra a muchas empresas, y vuelvo a las paradojas del destino familiar, fomentando la colaboración entre competidores y las alianzas estratégicas: Me ha dicho alguna vez que el mayor error en los negocios es no saber preguntar a tiempo: del enemigo el consejo.
Tío Augusto murió pronto y en la ruina, pues poco recibe quien poco da. Mis primos hijos suyos han salido adelante, y el mayor, oh paradoja, es Consultor: es decir, trabaja dando consejos y se lo pasa de miedo. Cuando le pregunto en qué ocupa su tiempo un Consultor, sonríe desde su traje bien cortado por O’Kean, y me responde: “un Consultor es alguien que cuando le preguntas qué hora es, te toma la muñeca izquierda, se fija en tu reloj y te dice la hora, operación por la que te cobra una pasta”.
Me río de la gracia, porque sé que él ha salvado de la quiebra a muchas empresas, y vuelvo a las paradojas del destino familiar, fomentando la colaboración entre competidores y las alianzas estratégicas: Me ha dicho alguna vez que el mayor error en los negocios es no saber preguntar a tiempo: del enemigo el consejo.
Pero esta obra de misericordia de dar consejo al que lo necesita está también prohibida en el golf. Copio de las Reglas de Golf, versión Real Federación Española de Golf (RFEG) que en esta materia, como en las demás, se atiene a lo dispuesto por las Rules de Saint Andrews:
“Regla 8-1 Consejo. Durante una vuelta estipulada un jugador no debe:
- dar consejo en la competición a cualquiera que esté jugando en el campo que no sea su compañero, o
- Pedir consejo a cualquiera que no sea su compañero o cualquiera de sus caddies”.
Claro que cualquiera intentaría escabullirse de la penalidad (hoyo perdido en el caso de juego por hoyos, dos golpes de penalidad en el juego por golpes) alegando que eso de aconsejar es muy genérico, “elástico”, que me decía un sindicalista sevillano.
Pero Saint Andrews, y con él la RFEG, ya se ha cuidado de definir la naturaleza del consejo en las propias Rules “… cualquier parecer o sugerencia que pudiera influir en un jugador para determinar su juego, la elección de palo o el modo de ejecutar el golpe”.
Pero añade. “la información relacionada con las distancias o sobre cuestiones de dominio público, tales como la posición de los obstáculos o de la bandera en el green no es ‘consejo’”.
El asunto está ahora en ver qué cosas, no de dominio público, pudieran “influir en un jugador para determinar su juego”; porque, claro, si cuando tres jugadores de cuatro han pasado el lago del hoyo 18 y uno de ellos informa al que falta que “las estadísticas señalan que al menos uno de ellos caerá al lago”, díganme a mí si semejante falta de fairplay no influye en este pobre angelito jugador.
En esto he conocido candorosas mujeres jugadoras que lo hacen de maravilla. Le decía una a otra momentos antes de intentar pasar esta última otro lago, el del hoyo 3:
.- Chica: me encanta como consigues hacer el swing con tal armonía que no se te mueve ni la trenza.
Naturalmente que la movía, pero daba igual: la bola acabó en el lago, porque su pensamiento había emigrado del swing a la trenza.